Comunidad
VEN, Y REPARA
Permanece en mi Corazón
Monasterio de las Hermanas
Clarisas de Cantalapiedra
Quiénes somos
Somos las testigos agradecidas de un milagro. Esto no es algo excepcional, sino la condición de todos los que en un momento de su vida entran en la lógica de Dios. La historia de nuestra Orden arranca a principios del siglo XIII, cuando Francisco y Clara de Asís comienzan su aventura de seguir a Jesucristo pobre, casto y obediente. Para Santa Clara y sus hermanas, además, con la peculiaridad de ser las “damas encerradas” que viven en su clausura el encuentro con Cristo Esposo en la contemplación.
Más allá de toda lógica humana, la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, con sus luces y sus sombras, ha permanecido a lo largo de los siglos en la Iglesia. A principios del siglo XX el Corazón de Jesús invita a una joven del pueblo de Cantalapiedra (Salamanca), la que sería Madre María Amparo del Sagrado Corazón, a participar de la aventura de ser clarisa, y de una manera muy especial: fundando un monasterio en su pueblo.
Hoy la Comunidad la formamos cincuenta y cinco hermanas, que hemos recibido como un gran tesoro la herencia de nuestra madre Santa Clara como forma de vida en la Iglesia y el legado espiritual de Madre María Amparo. Nuestra vida contemplativa como clarisas y el espíritu y misión de nuestra Comunidad, más que ser explicadas con muchos detalles, podrían quedar reflejadas, entre otras, en estas citas:
Así, cada una de nosotras procura vivir con intensidad y agradecer el milagro de lo cotidiano en nuestra vocación, que es siempre obra de la Gracia y que se sostiene sobre la misericordia de Dios, que mira nuestra pequeñez y que promete hacer en ella, como en la de María, obras grandes. Así lo dijo Jesús a nuestra fundadora, en las palabras que están estampadas en la columna del monumento al Corazón de Jesús que preside nuestro claustro:
Así, cada una de nosotras procura vivir con intensidad y agradecer el milagro de lo cotidiano en nuestra vocación, que es siempre obra de la Gracia y que se sostiene sobre la misericordia de Dios, que mira nuestra pequeñez y que promete hacer en ella, como en la de María, obras grandes. Así lo dijo Jesús a nuestra fundadora, en las palabras que están estampadas en la columna del monumento al Corazón de Jesús que preside nuestro claustro:
“Alegraos en mi corazón,
seguras de que cuanto haga en vosotras
sacaré mi gloria y vuestra santificación”
HISTORIA DE LA FUNDACIÓN
"Si las criaturas me dejasen hacer, yo las colmaría de beneficios y haría en ellas verdaderas maravillas".
Estas palabras que el Sagrado Corazón de Jesús dirigió a nuestra Madre María Amparo recogen el ímpetu del anhelo del Señor por encontrar corazones que se dejen amar por Él, y que, como Él mismo manifestó a Santa Margarita María de Alacoque confíen plenamente en ese Corazón…
“…QUE TANTO HA AMADO A LOS HOMBRES, Y EN
RECONOCIMIENTO NO HA RECIBIDO DE LA
MAYORÍA MÁS QUE INGRATITUD”.
Su Amor ilimitado e incondicional por nosotros es como un embalse cuyas aguas no pueden derramarse sobre la tierra seca y árida del mundo, porque el desamor y la desconfianza de los hombres le hacen de presa, impidiéndole mostrar la inmensa ternura de su amor. Por eso, a lo largo de toda la historia, Él va buscando corazones pequeños y sencillos en los que poder descansar, sabiendo que en ellos y a través de ellos puede dejar que se desborde ese torrente de amor que brotó de su Corazón traspasado en la Cruz, y que seguirá manando hasta el final de los tiempos.
Para hacer realidad este anhelo de su Corazón, el Señor iba a servirse una vez más de la libre respuesta de un alma, tan solo una niña, que fuese el instrumento pobre y débil para su obra de Amor. Tan solo diez años de edad tenía la pequeña María Amparo cuando, el 11 de noviembre de 1899, nuestro Señor le confío el deseo de su Corazón.
“Otro día, estando también delante del Santísimo Sacramento, pidiéndole con todo el ardor de mi alma que me hiciera santa para amarle cuanto deseaba, me pareció entenderle que me haría santa cuando yo cumpliera perfectamente su santa Voluntad; y como si quisiera mostrarme parte de ella, me pareció ver una cosa bien incomprensible entonces para mí.
Era una casa semejante a un convento, pero estaba fundado sobre un río de gracias… Me pareció ver cómo llegaban las almas en figura de paloma a apagar la sed de perfección que el Señor ponía en aquellas sus predilectas, pero no bebían en el río sobre el que estaba edificada la casa, sino en el mismo Corazón de Jesús que las acogía con amor entrañable.
No sabía qué pensar ni qué entender de esta visión que tan honda impresión me estaba haciendo, cuando la bondad de mi Jesús me hizo notar una muchedumbre que me rodeaba; las que estaban más cerca eran religiosas, que vestían el mismo hábito que tenemos ahora nosotras, después había religiosos y religiosas de diferentes hábitos, sacerdotes y muchas personas seglares. Me pareció que Jesús me decía:
“TÚ SERÁS LA MADRE CASTA DE ESTA GENERACIÓN TAMBIÉN CASTA”.
Y aunque por entonces no me dijo cómo había de realizarse aquello, me lo reveló después de algún tiempo.
No quiso el Señor que discurriera sobre el particular, y no me fue muy difícil, pues como mi inteligencia era tan grosera y poco espiritual, me pareció un laberinto incomprensible, por lo que en muchas ocasiones lo deseché como distracción o tentación. Sin embargo, algunas veces se me acordaba aquella casa tan bella, donde Dios parecía descansar tan a su gusto; y unas veces me parecía el desierto, aquel misterioso del Corazón de Jesús, otras un nido silencioso y todo de amor, otras un lugar de descanso donde los enemigos todos eran vencidos y anegados por las avenidas de gracia que corrían por aquel río.”
Fundación del Monasterio
El señor Obispo señaló como día para salir a la nueva fundación el 31 de mayo de ese año 1920, lo cual alegró mucho a las tres fundadoras, por tratarse de una fiesta de la Santísima Virgen, a la que considerarían siempre verdadera fundadora y prelada perpetua de la Comunidad. Durante las últimas semanas, las tres religiosas se reunían a determinadas horas para alentarse mutuamente a la aventura que iban a iniciar, para preparar su modesto equipaje, e incluso para aprender a leer un poco mejor el latín, indispensable entonces para el rezo litúrgico. También aprovechaban para hacer novenas al Sagrado Corazón, a María Auxiliadora y a algunos santos, para que solucionasen todas las trabas y pudiesen realizar la obra lo más conforme posible a la voluntad de Dios.
“ Tengo una firme confianza en Dios, fundada en la experiencia que tengo de que jamás falta el Señor a lo que promete… Por esto he resuelto no poner límites a mi confianza.” (Madre María Amparo, en la víspera de la fundación)
Llegado el día 31 de mayo, hacia las dos de tarde, dejaban el Monasterio del Corpus Christi las tres religiosas, junto con el Padre Arintero, Don Ambrosio Morales, y una joven que en ese momento se unía como postulante a la incipiente Comunidad, y tomaban el tren que les llevaría a Cantalapiedra. Lo primero que hicieron al llegar a la villa hacia las tres de la tarde fue dirigirse a la ermita de Nuestra Señora de la Misericordia, donde se consagraron todos a la Santísima Virgen y le consagraron también la naciente fundación.
Desde allí fueron a la iglesia parroquial, donde rezaron el Te Deum en acción de gracias, y pidieron especialmente por todos los que se habían opuesto a la obra. Y a continuación se dirigieron a la humilde casita de la plaza, situada frente a la misma parroquia, que era ya desde ese momento el Monasterio del Sagrado Corazón de Jesús. Ese mismo día se bendijo la casa. Al día siguiente, muy temprano, Don Ambrosio bendijo la capilla, pequeñísima y pobre, y celebró el Padre Arintero la primera Misa. Y por fin, el día 3 de junio era establecida la clausura, y quedaban las religiosas en su amada soledad.
Primeros años de la Comunidad
y traslado al Monasterio actual
La Casita de la plaza, como cariñosamente la llamarían siempre las hermanas, aunque reunía –en pequeño– buenas condiciones para ser habitada, estaba bendecida con toda la pobreza que nuestros padres San Francisco y Santa Clara desearían para sus hijas. Era tal la escasez con que comenzaban, que antes de ir a la fundación hubieron de pedir por varios conventos algunos breviarios con los que rezar la Liturgia, un Misal, un ejemplar de la Regla, e incluso algún hábito. Estos últimos encogieron al lavarlos, y las religiosas tenían que ir con los brazos encogidos para que las mangas llegaran al menos a cubrir las muñecas. Una brocha y un bote de conservas fue el primer calderillo para asperjar por la casa el agua bendita antes de retirarse a descansar. A la hora de las comidas, la tapa de un cajón servía de bandeja, y pronto se vieron obligadas a comer en dos turnos, pues no disponían de platos suficientes para comer todas a la vez. El coro era tan pequeño que con dificultad cabían siete personas, y en el momento de la comunión unas hermanas tenían que esperar fuera hasta que comulgasen las primeras.
“YO TE DARÉ ABUNDANCIA DE LECHE Y MIEL,
PARA QUE ALIMENTES A MIS ESCOGIDAS.
ELLAS CRECERÁN Y SE MULTIPLICARÁN,
Y ME GLORIFICARÁN ETERNAMENTE.”
“Vivíamos en una pobreza extrema. No teníamos ni aun lo más necesario para el servicio de la Comunidad. Teníamos un puchero de barro en el que se cocían las comidas; como se usaba constantemente, se rompió en varios pedazos. Fue Magdalena muy compungida a decirme que se había roto el puchero y que no había otro donde poder cocer la comida. Se me ocurrió decirle: “Mire a ver, hija, si puede componerle”. Esta almita de Dios, sencilla, humilde y muy obediente, cogió los cascos, los juntó, los embadurnó por la parte externa de ajo y puso al fuego el puchero con la comida. Jesús misericordioso hizo que no se derramase y que se cociera convenientemente todo. Mas, al fregar, se descompuso, quedando cada casco por su lado. Otra vez y más veces volvió la hermana a componerle, y otras tantas se desbarataba al fregar, hasta que al fin se pudo comprar otro”.
Lo que hacía posible vivir de esta manera era la caridad entre las hermanas, la unión que reinaba entre todas ellas y de cada una con la Madre. Este sería el principal distintivo de la Comunidad, la nota característica de la vida en la Casita. Nuestra Madre María Amparo solía repetir a sus hijas la importancia del mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. “Y si esto es lo que el Señor pide a sus discípulos, ¿qué no pedirá a sus esposas?”, añadía.
A un padre que le dijo que quería demasiado a las hermanas, y se mostraba preocupado por parecerle que los extremos son siempre defectuosos, ella le contestó sin vacilar: “Padre, en esta casa los extremos en materia de caridad son necesarios.”
Y así transcurrieron los primeros años de la fundación, y muy pronto la Casita quedó pequeña. En la alcoba, donde al principio pensaron que podrían acomodarse hasta cinco hermanas, tuvieron que caber diez. Y cuando la Comunidad contaba con dieciséis hermanas, resultó verdaderamente imposible admitir a las nuevas vocaciones que seguían llamando a la puerta. Se impuso así la necesidad de empezar la construcción de un nuevo Monasterio, el cual, dada la extrema pobreza en al que aún se encontraba la Comunidad, se edificó únicamente a precio de una infinita confianza en Dios, la cual hizo posible que se diese una “sucesión de milagros”: las facturas de las obras se iban pagando puntualmente, aunque sin dejar ni una peseta en la caja. Pero al llegar la siguiente factura, sin saber cómo, siempre encontraban en la caja el dinero necesario para pagar lo que se debía.
Durante este período de tiempo, en 1928, fallecía santamente el padre Juan González Arintero, sin ver finalizado el nuevo monasterio, en cuya realización trabajó duramente, como también el buen don Ambrosio, párroco de la villa.
Las mismas hermanas ayudaban en la obra, y no solo con sus oraciones, sino también colaborando en lo que podían desde la Casita. Por ejemplo, pintaban allí las puertas del nuevo Monasterio, que luego los obreros llevaban para colocarlas en su lugar. Por fin, en 1929 se trasladaban las hermanas a su nuevo hogar, que más tarde necesitaría sucesivas ampliaciones para albergar a las jóvenes vocaciones que seguían incorporándose a la comunidad.
“TE PROMETO
QUE NO TE FALTARÁ MI GRACIA,
SINO CUANDO A MI CORAZÓN LE FALTE PODER.”
En el año 1935 fallecía también don Ambrosio Morales, capellán del Monasterio y ayuda fiel para nuestra Madre María Amparo. Y el 6 de julio de 1941, fallecía en olor de santidad nuestra querida Madre María Amparo, dejando tras de sí una vida ejemplar de entrega confiada y amorosa al Sagrado Corazón de Jesús, así como una numerosa Comunidad religiosa, deseosa de seguir caminando en fidelidad a sus enseñanzas y de transmitirlas a las futuras generaciones. El ejemplo que nos dejó con su vida, dentro del carisma de nuestros padres San Francisco y Santa Clara de Asís, es para todas sus hijas un gran regalo de Dios y una íntima unión entre nosotras por la caridad, constituyen la esencia de esta “amable manera de ser toda de Dios”, y así vivir solo para Él, siendo recreo y descanso para su Corazón, y ofreciendo además nuestras vidas por la santificación de los sacerdotes y de las almas consagradas.
En 1977 las hermanas de esta Comunidad tendríamos la inmensa alegría de celebrar en la iglesia conventual la solemne apertura de los Procesos de Beatificación del padre Juan González Arintero y de nuestra Madre María Amparo, y en 1994 recibiríamos con gran gozo el decreto de virtudes heroicas de nuestra Venerable Madre María Amparo, firmado por san Juan Pablo II.
CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN
Un corazón vivo y palpitante, hoy
Son ya cien años de camino recorrido en la casa del Sagrado Corazón, y no son cien años de una presencia estática, invariable, sino que, al ser una historia escrita por la mano de Dios, Él hace que esté viva, llena de ilusión y de amor, y repleta de sorpresas, de nuevos caminos que a veces no comprendemos enseguida, y en los que descubrimos el incansable deseo del Corazón de Jesús de buscar una y otra vez maneras nuevas de acercarse al hombre de hoy.
Muchas cosas en esta Comunidad son diferentes hoy a cómo eran en sus inicios, y también ha habido muchos cambios en la Iglesia y en la sociedad en los últimos cien años, pero más allá de las formas y de las circunstancias de cada época, lo esencial permanece inmutable, y es lo que da sentido y orientación a este lugar: el Amor desbordante del Sagrado Corazón de Jesús por todos y cada uno de los hombres. Ha sido este Amor el que nos ha concedido a cada una de nosotras, religiosas de esta casa, el privilegio inmerecido de ser llamadas a ser sus esposas y a seguirle ofreciendo nuestras vidas, unidas a la Suya, por el mundo tan necesitado de Dios.
Él sigue atrayendo -a menudo por caminos insospechados- a muchas almas a que se acerquen a la casa de su Sagrado Corazón a beber del torrente de gracias que brota de su costado. Y así tenemos el gozo de ver como numerosas personas (sacerdotes, religiosos, laicos, familias, grupos de parroquias o de movimientos), llegan hasta aquí y experimentan personalmente la cercanía del Corazón de Jesús, su derroche de gracias, y el don de su perdón y su paz.
Y también sigue atrayendo a nuevas hermanas a consagrarse a Él, buscando ser descanso y recreo de su Corazón, y orando y ofreciéndose por la santificación de los sacerdotes y de las almas consagradas, como fue el carisma especial de nuestra Madre María Amparo.
Nuestro deseo y nuestra oración es que todos acojáis con nosotras este derroche de Amor y os convirtáis también en canales para que ese amor llegue a todos los hombres.
Que así sea.
“HE QUERIDO Y QUIERO MANIFESTAR EN VOSOTRAS LO QUE PUEDO HACER EN POBRES Y DÉBILES CRIATURAS
CUANDO OBRO EN ELLAS.
NO TEMÁIS; ALEGRAOS EN MI CORAZÓN,
SEGURAS DE QUE, DE CUANTO HAGA EN VOSOTRAS, SACARÉ MI GLORIA Y VUESTRA SANTIFICACIÓN”